Samuel L. Hudson lo tenía decidido.
Iría aquella tarde a recogerla a la salida del High Stone Institute. Le acababan de entregar su flamante Maserati, último modelo, con el que podría llegar hasta el mismísimo cielo.
Sabía que le causaría una enorme sorpresa, y pensó que en el momento que viese su auto le disiparía cualquier duda de su cabeza. Los niños estaban de excursión con el colegio y no volverían hasta final de semana. Limpió el vaso del desayuno, y terminó de hacer la colada. Se metió en su despacho, abrió con determinación el cajón del buró y firmó unos documentos. Los metió en un sobre, lo cerró cuidadosamente y lo dejó apoyado sobre la Tiffany de la entrada.
El sol brillaba mortecino sobre la vaya de la casa, metió a su leal perro Jackson, en esos momentos su mejor compañero, y echó las tres llaves a la cancela. La tarde empezaba a echarse tenuemente sobre las escarpadas montañas. El valle comenzaba a quedarse en sombras.
Aceleró todo cuanto pudo para llegar puntual a su cita. Era un placer tener entre sus manos toda aquella maquinaria que le respondía en silencio tan sólo a la orden de su zapato. La cara de asombro que pondría su esposa bien valía los doce mil dólares que había pagado.
La encontró bajando las escaleras, charlando amigablemente entre compañeros. No quiso interrumpirla. En el último instante se despedía de un joven besándole fugazmente en los labios. Samuel L. Hudson frunció el ceño, y golpeó con violencia el claxon.  Josephine salió de inmediato de su ensueño y perpleja saludó a su marido.
-¿Qué haces aquí?  Preguntó  con  inquietud y ¡de quién es ese armatoste!.
-Sube, quería sorprenderte, te llevaré a casa. Es lo último en maquinaria moderna. Tengo que contarte algunas cosas.
Josephine se subió a regañadientes, entre temor y anhelo. Esperaba desde hacía dos meses una respuesta y quizás habría llegado. Arrancó en silencio. Apretó con todas sus fuerzas el acelerador y de inmediato cogió la West Road camino al rancho.
Las abruptas cumbres desaparecían de inmediato por la ventanilla como lo hace el agua sobre las rocas del desierto.  Los escasos carteles que aparecían a su paso le resultaban ilegibles.
– ¿Entonces lo vas a hacer?.  ¿Al final vas a firmarlos?. Fueron sus primeras palabras. Dice mi abogada que tarde o temprano tendrás que hacerlo. Que es lo mejor para ambos.
Pero…¿Podrías ir más despacio? …Me estás asustando, ¡para, loco, que me bajo! Un silencio penetrante se alojó como único pasajero.  Continuó acelerando, giró bruscamente en la primera curva y el coche saltó volando. 
Ese día Samuel L. Hudson lo tenía decidido.