El funeral de una hermana
Sin mediar palabra.
Así permanecieron a lo largo de todo el trayecto. Sólo la música de la emisora se interponía en su silencio. Abstraídos cada uno en sus propios pensamientos. Hacía ya algunos años que venía ocurriendo y Hellen se preguntaba siempre incansable el motivo.
No sabía si por los cuatro lustros de convivencia, por desidia o por la dura situación que les había puesto unos años atrás la vida. Como en todo, no tiraba la toalla. Muy en el fondo sabía que se seguían queriendo y lo más importante era que sus tres hijos les necesitaban juntos, por lo que dejaba trascurrir el tiempo en un pequeño pacto no escrito.
Hellen había elegido el negro. El color que mejor la reflejaba por dentro y el más apropiado para llevar en estos momentos.
Hacía muy poco que un cáncer fulminante se había llevado a la hermana de su amiga Stella, dejando a cuatro chicos huérfanos y a un marido viudo. Pero sobre todo para Hellen la ausencia era la pérdida de una hija y la de una hermana.
Intentó hacer caso a su psicóloga, sabía que tenía que cuidarse del dolor ajeno, sin dar el pésame en persona, dejando pasar el tiempo, aunque la duda de ser fiel a su amistad la estaba concomiendo y añadiendo aún más daño al sufrimiento. ¡Ya era suficiente el que debía soportar por ella misma como madre de un niño enfermo!.
Aunque lo intentaba no conseguía separarse de sus sentimientos, dejarlos a raya sin que le inundasen por dentro. Evitaba el encuentro, con falsas excusas, alargando el instante. Consolar a una madre por la falta de un hijo la superaba, sabía en primera persona que una cosa así no tenía consuelo. Y no quería fingir ni mentir. Aunque la realidad siempre te atrapa. Y había llegado el momento de hacerle frente.
Al llegar, presidía la Iglesia, un gran parque con valla de colores, donde muchos niños jugaban incansables mientras atendían a las voces de distintos acentos de sus cuidadoras. En la puerta principal una gran aglomeración de personas salía de una boda. Entre risas y alegría.
Al entrar enseguida divisó la silla de ruedas de Maragaret, una encantadora anciana de pelo blanco e intensa mirada azul, que dejaba adivinar lo bella que fue un día, atendiendo incansable con su exquisita clase a la multitud de personas que la abrazaban y gracias a la amplia medicación que tomaba más bien la hacía creer que estaba en otro tipo de acto social que en el de una la madre abatida en el funeral de una hija.
A su lado, y como llevaba haciendo pacientemente los últimos años, su amiga Stella, siempre elegante, sin perder las formas, aguantando estoicamente las injusticias que estaban cometiendo con ella su familia, desde que un día decidiera por salud propia que ante los abusos que cometían debía de poner algún límite.
De las dos hermanas ella era la que se llevaba la peor parte, pagaba demasiado caro ser soltera, aunque también se beneficiara de la otra cara de la moneda. Tener el incondicional amor de unos padres, en los últimos cinco, ya sólo, el de su madre.
Había tenido demasiadas pérdidas antes de alcanzar el ecuador de su vida, desde la de su adorado hermano, siendo muy joven, a la de su amado padre, pasando más recientemente por la de un primo-hermano y ahora la de su única hermana. A veces sin saber el motivo estas cosas ocurren. Y es mejor no preguntárselo a falta de respuesta.
A continuación, por orden, siguiendo la fila, pero separados por un abismo invisible, el menor de los hijos recogía sus lágrimas sobrecogido, después el marido, con la cabeza bien alta orgulloso más por el puesto que le correspondía de viudo afligido que por el de la pérdida de “un amor verdadero”, tras él sus dos hijas de preciosas melenas rubias onduladas y por último el mayor de los vástagos, el más preocupado de todos en averiguar quién aparecería por la puerta.
Hellen y su marido dieron el pésame únicamente a Margaret y Stella, en muy pocos segundos, por el dolor contenido y tomaron asiento tres bancos detrás de ellos, posición que justificaba ampliamente poder observarlos.
Contempló a los hijos y los vio ¡Tan bellos! ¡Tan guales! ¡Hasta con el mismo remolino en la nuca! Aunque lo deseara, estaba convencida de que no lo vería. Esperaba durante la ceremonia o después de ella, un pequeño gesto de acercamiento fuera del que requería el momento “darse la paz entre ellos”. Un abrazo sincero y profundo a su valiente y desconsolada tía. La distancia que llevaran ejerciendo los padres sobre ellos estaba dando por desgracia el mejor de sus frutos.
Entre los asistentes multitud de familiares de todos los lugares. Como corresponde a una familia tan regia y prolija. También personalidades de todos los ámbitos de la sociedad. Altos cargos directivos conocidos, periodistas afamados y alguna cara reconocida perteneciente a sus verdaderos amigos.
Hellen abrió por segunda vez su bolso para sacar otro pañuelo. Lloraba desconsoladamente. Lágrimas de pena propia, de pena ajena, y por pura pena. Hay quien incluso dijo, ¡pobre chica, qué afectada está por la pérdida de Kristine!, dando por sentado que debían de ser buenas amigas. Quizás debía parar, pero en esos momentos no podía.
Dio comienzo la homilía. De rostro entrañable, el mayor de “la familia”, el más respetado que ostenta el título nobiliario y siempre presente en todos los actos como corresponde al cargo, acompañado por uno de sus hijos, leyó emocionado “la palabra de Dios”.
El sacerdote se refirió en distintas ocasiones a la pérdida que supone la falta de una hija, de una esposa, de una madre, y de una amiga pero se olvidó el de una hermana.
Hellen reparó en ello la primera vez que lo hizo, pero lo atribuyó más a su propio despiste. Cuando ocurrió por segunda vez miró a su marido con cara confundida, y él asintió sacándola de la duda. ¿Había sido deliberado?, ¿alguna mano oculta estaba ejerciendo sus poderes?. No lo sabía, pero de lo que no tenía duda era que había sido injusto y cruel con su amiga y admiraba la entereza como lo soportaba mientras la miraba de soslayo. Pensó en que ya ausente podía haber sido generosa con ella.
Llegó el momento de la Eucaristía y como podía esperarse, fueron muchos los participantes. Hellen por primera vez comulgó con una monja, nunca antes le había gustado hacerlo, pero en esta ocasión se percató de que llevaba puestas unas modernas zapatillas, unas Fittness step y eso le causó gracia.
Al acabar abrazos y besos nuevamente entre los familiares. Ya en la salida se encontraron con un conocido amigo con el que intercambiaron impresiones haciendo hincapié en lo desafortunado del discurso del torpe párroco. Tanto del deliberado olvido, como de la inoportuna súplica al Santo Padre para que se hiciera inminente el reencuentro de madre e hija.
Todos los familiares fueron juntos a la comida que Stella había preparado, hacía mucho que no se veía con todos ellos.
Hellen se retiró y entró nuevamente en silencio. Al fondo, en el parque, la vida seguía, los niños continuaban gritando y jugando, ajenos a a todo lo que les deparará la vida.