Una cena de Navidad muy Familiar
Todavía me pregunto porqué acudí a aquella cena y la única explicación razonable que encuentro, no es otra, que la de servir de voz narrativa a este escrito.
Aunque soy, de los que opinan, que nada es comparable como vivir las cosas uno mismo, hoy mi experiencia también me servirá para construir las líneas de la extensa columna que como cada viernes hago en el periódico.
Pero por encima de todas las cosas, porque no sé dónde se mete a veces la inspiración si quiero cobrar a final de mes.
Aunque con certeza, conociendo bien ahora a mi familia, pienso que aquella noche fui testigo de “todo” sólo para aprender la lección.
Debo también de añadir que no me la hubiese perdido por nada del mundo.
Eso sí, de ser hoy, iría bien equipado, con una cámara camuflada en mis gafas, o en el ojal de la chaqueta.
Seguramente, también, aconsejado por mi amiga Clara, que de estas cosas entiende mucho, consciente de todos los trucos que usan sus clientes para grabar cuando acuden a sus sesiones de espiritismo, o mejor aún, le hubiese pedido que nos acompañara.
¡Pero con seguridad no hubiese ocurrido nada entonces!
En verdad el interés nació de inmediato, cuando recibí la tarjeta de felicitación de Tía Augusta y Tío Alfred junto con una elegante invitación a la Cena de Noche Buena, haciéndola también extensible a mi madre.
Tanto mi madre como yo habíamos dejado de acudir los dos últimos años a cualquier celebración que por parte de mi difunto padre hiciera su familia ya que no pertenecemos en modo alguno a “esa clase”, o al menos eso era lo que pensábamos en esos momentos.
Estas fechas las reservaba para poner kilómetros de por medio y coger algún vuelo que me llevase a alguna estación de esquí no muy lejana.
Aparentemente dirían ustedes que hasta aquí, todo normal, -es verdad- si no tenemos en cuenta que tan sólo hacía ocho meses que mi madre les había llevado flores a su tumba.
En un primer momento la extrañeza me llevó a pensar que debía de tratarse de un nefasto error, y que aquella carta por algún oculto misterio debía de haberse extraviado o bien quedado olvidada y dormida, dentro de alguna de las innumerables sacas de la Estafeta de Correos del año anterior.
Pero al abrirla y leerla detenidamente salí inmediatamente de esa confusión para meterme en una duda aún mayor. Advertí con estupor que la felicitación iba firmada de puño y letra “por ellos” y fechada a “quince de diciembre de 1982” , a tan sólo cinco días.
El frío de la calle atravesó las paredes de la casa, como si fuesen de papel, metiéndose de golpe en mis huesos haciéndome desde entonces compañía.
-¿Mamá qué hacemos, cómo puede ser esto? Como de costumbre acudí a ella -que siempre había demostrado ser una mujer lista y práctica-.
– Hijo yo iría -como se dice normalmente con los ojos cerrados-, aunque tan sólo sea por volver a comer beluga y por verles de nuevo las caras a tus primos- pero eso sí, en cuanto entrara a la casa no los volvería a cerrar hasta la salida.
-De tal modo que me vi obligado a cancelar mi escapada, y averiguar de qué demonios se trataba todo aquel enredo.
Habían llegado las nieves a la ciudad, y le daba un aspecto de un enorme espectro fantasmal, tan sólo levemente roto con el encendido de las luces blancas y doradas de variados tamaños y repetidas formas.
Como de costumbre en aquella casa, se mantenían las tradiciones, y a la puerta de la cancela junto al majestuoso y centelleante árbol de Navidad, nos esperaban para darnos la bienvenida, Jacinta, la leal ama de llaves junto con su marido, ambos impecablemente vestidos con sus ropas de servicio.
Al entrar en esa casa me vinieron a la cabeza multitud de recuerdos de mi infancia y un olor profundo a rancio y a muerto me acompañaría flotando durante toda la noche – miré a mi madre de soslayo, intentando hacerla cómplice de todo aquello-.
No salió nadie más a recibirnos, y se me antojó en ese mismo momento que me había equivocado con la elección.
Nos invitaron a entrar al salón-comedor, y dejamos los abrigos en el vestíbulo.
Para cuando abrieron las puertas correderas, mi madre se había enganchado a mi brazo, permaneciendo los sirvientes detrás de ellas.
Mis tres primos ocupaban sus sillas contiguas. Junto a una enorme mesa ovalada estaban dispuestas las ocho sillas. A ambos extremos de la mesa y presidiendo la cena los anfitriones, mis tíos, con elegantes trajes de gala, colgados de las paredes en ambos cuadros de proporciones casi reales y firmados por alguien para mí muy querido, ocupando los huecos que dejaban sus sillas vacías.
En ese instante un escalofrío me recorrió el cuerpo. ¿Qué demonios era toda aquella parafernalia?.
Mi madre y yo tomamos asiento al unísono, sin dejar de mirar para la silla que quedaba vacía a nuestra derecha, todo aquello empezaba a convertirse en una broma muy macabra.
Asentimos con la cabeza a modo de saludo hacia mis primos, lo intentamos pero no nos salían las palabras. Al final de un instante conseguí soltar un titubeante “y ahora qué”.
A lo que mi primo Jeremy -que a juzgar por su lozanía cualquiera hubiera dicho que habría hecho un pacto con el Diablo – me contestó, – ahora espera y verás- que disfrutéis de la cena…-
Abrí los ojos tanto como pude, y tragué saliva. Las copas de fino cristal ya servidas empezaron a atravesar la mesa flotando levente sobre el mantel de hilo, dirigiéndose hacia el centro, para terminar chocándose suavemente con un brindis encima de un enorme frutero rebosante de las más exóticas piezas. Para volver de inmediato con cada comensal de la mesa.
Caramba, -qué susto-. Mi madre y yo nos dimos la mano por debajo del mantel, tan fuerte que nos hicimos daño. El caso es que sabíamos que era una familia rara, pero nunca hubiésemos pensado que tanto y mucho menos de ese tipo.
Mi padre me contaba cosas de pequeño, que si esto del abuelo, que si aquello del tío, y tanto mi madre como yo asentíamos con amabilidad y complacencia, sin prestarle la debida atención, pero al ver aquello empecé a entender a qué era verdaderamente a lo que se refería. Las piezas empezaron a encajar cada una en su sitio.
Y ahora qué – volví a repetir- siendo lo único que podía articular aquella noche.
Ahora-dijo mi prima Enriqueta, la más pequeña – a cenar, y a disfrutar de la familia.
Y eso hicimos…, disfrutar lo mejor que supimos. No puedo ni debo contaros más, no tengo permiso, ningún testigo, ni modo alguno de demostrarlo y porque diga lo que diga pensaríais que es producto de mi imaginación o se trate de algún cuento chino.
He de confesaros que desde entonces no he dejado de visitar aquella casa, unas veces con mi madre y otras sólo. Todo esto ha hecho que acortemos distancias y nos soportemos un poco más. Confío ver a todos de nuevo algún día… pero si hay algo que ya no olvido es que a esa peculiar familia pertenezco “yo”.